PREGÓN DE NAVIDAD 2016, POR D. JULIÁN SERRANO DE ANDRÉS

En este mes de diciembre tuvo lugar el tradicional Pregón de Navidad del Centro de Madrid de las Hermandades del Trabajo. Este año corrió a cargo de D. Julián Serrano de Andrés, consiliario del centro y dicípulo, amigo y biógrafo de D. Abundio, fundador de esta Obra.

Con él convivió desde muy joven (pues fue un sacerdote de muy temprana vocación). Y con él compartió esa bella andadura que fue la creación de los centros de Hermandades en América, obra de apostolado y de encuentro con los trabajadores hermanos de Latinoamérica.

En este año de 2017, Hermandades celebrará los 70 años de su nacimiento. En el Pregón, D. Julián “saliéndose del guión” en muchas ocasiones, tuvo palabras, recuerdos emocionados para el querido D. Abundio y para aquellos que estando o no con nosotros, pues muchos ya partieron a la Casa del Padre, contribuyeron e hicieron posible esta obra apostólico-social que es Hermandades del Trabajo.

 

SANTA MARÍA DEL ADVIENTO

En una catequesis con un grupo de niños, comencé a explicarles el sentido del adviento como preparación a la venida del Señor. Les dije: «Jesús nació en Belén hace ya dos mil años, vivió entre nosotros, murió en la cruz, resucitó, y vive ahora glorioso en los cielos…

Entonces, ¿cómo puede nacer de nuevo?». Un niño dijo rápidamente: «El nacimiento de Jesús se da en las personas, Jesús nace en el corazón de los niños y de todos los hombres que se preparan a recibir en su vida a Jesús. Ahora no nace en Belén, sólo nace en el corazón». Fue una buena respuesta. «Por ello -les dije- si cerramos el corazón al Señor, no hay Navi­dad».

Santa María es el modelo más perfecto de cómo esperar y preparar el nacimiento de Jesús en el corazón.

Su vida de oración y adoración se va haciendo cada vez más intensa conforme se va acercando la hora en que dará a luz a su hijo primogénito. Con todo esmero y ternura, ella, en la casita pobre y humilde de Nazaret, iba preparando todo el ajuar del Niño. Y también san José, cuando llegó la noticia del empadronamiento, tenía preparada una humilde cuna donde recostar al niño Dios.

Pero sucedió que por aquellos días (mientras transcurría la espera hogareña y gozosa del Hijo de Dios que iba a nacer) salió un edicto de César Augusto orde­nando que se empadronase todo el mundo en la ciudad de origen. San José es de Belén. Por ello se ha presentado un problema. Las circunstancias de María aconsejaban no ponerse en camino; pero María y su santo esposo, obedientes y dispuestos a cumplir la ley, no protestan, no se oponen, no critican. Se ponen en camino. Acatan la voluntad divina manifestada en esa ley humana del empera­dor.

Imagina a María encinta y montada sobre un jumento. José va guiando y transportando a tan humilde y gran señora. Otros quizás van protestando por la ley del César. María no. Ella va caminando en total obediencia exterior e inte­rior. Va agradeciendo y adorando al Señor, llena de modestia y recogimiento.

Bien podemos decir que la obediencia, la pobreza, la paciencia, la mansedumbre, la plena confianza en Dios y muchas más virtudes, conforman la cuna donde, ya antes de llegar a Belén, había nacido el Hijo de Dios. Así iba preparando María el adviento del Señor.

¡Qué amable y atractiva se presenta esta joven madre, revestida con la elegan­cia de virtudes tan sencillas y deslumbrantes a la vez! Si te esfuerzas en imitarlas, Cristo nacerá en tu vida, y la primera Navidad de Jesús en Belén tendrá su plenitud en el fondo de tu corazón.

LA VISITACIÓN Y EL SERVICIO

«María se puso en camino y fue aprisa a la montaña a un pueblo de Judá (a visitar a su prima Isabel” (Lc 1,3).

El servicio es la forma propia del vivir cristiano. No hay otra. Es esencial. Sin servicio realizado evangélicamente, no entra uno en la sustancia del vivir cristiano. Así lo hicieron los santos. Y sobre todo, María fue el mejor y más acabado modelo de servicio.

El mando, el poder en cualquier grado y nivel, la autoridad dentro y fuera de la Iglesia, ¡tienden tantas veces a convertirse en abuso, imposición velada, des­amor y antiservicio…! Jesús nos previno: «El que manda sea como el que sirve» (Lc 22,26). En el lavatorio de la Santa Cena Jesús dijo a sus discípulos: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» Jn 13,15). Por ello, toda autoridad y todo servicio han de prestarse:

– Con humildad, sintiéndose uno también pobre y necesitado, y sirviendo con pureza de intención sin pretender buscarse amigos y valedores, sino con ánimo de complacer y hacer el bien a los demás;

– Con espíritu de entrega, esto es, sin reticencias, sin ahorrar sacrificios …

– Dando lo que uno tiene, como tiempo, cualidades, y sobre todo, dándose a sí mismo y sabiendo que debe dar más el que más ha recibido. «Jesús me amó y se entregó a la muerte por mí», dice Pablo (Gál 2,20)

– Sabiendo que el que más da, más recibe, pues el mérito del servicio es personal e intransferible. Al prójimo le llega el fruto de tu servicio, el mérito queda en ti.

– Con amor: solo desde el amor humilde y sincero se puede servir bien. La envidia del hermano, que es pesar del bien ajeno (terrible pecado), la emulación, el intento de anulación, le hacen a uno incapaz de hacer un servicio cristiano y vivir el evangelio en lo que es más fundamental.

 

Lo más importante para un cristiano que no quiera vivir en engaño permanente es el ser servidor de sus hermanos. La autoridad, la dignidad, los cargos que a uno le han conferido -sobre todo dentro de la Iglesia-, solamente se le han dado para facilitar el que sea más eficaz su servicio. No hay honra más alta que ser servidor, siervo fiel dentro de la familia, el grupo, la Iglesia, la sociedad, y por ello gastarse y desgastarse como enseña el apóstol san Pablo.

La forma de servir de María fue «con prontitud», entregando su persona con amor y humildad y con ilimitada generosidad. Mira a Jesús y a María, y piensa que en el bien servir te va el ser o no ser cristiano. Amar y dar, aparentemente a fondo perdido, nunca es algo inútil.

MARÍA, SAGRARIO DE DIOS

El Ángel se marchó. Y en el silencio y soledad de aquel recinto se obró el estupendo milagro. En la Anunciación de Fra Angélico, al santo que pin­taba de rodillas, por el rayo de luz, todavía oro bizantino, va una paloma. “Y en aquel mismo instante -nos dice el catecismo- el Espíritu Santo formó de la sangre purísima de la Virgen el cuerpo de un niño perfectísimo y crean­do un alma nobilísima, la infundió en aquel cuerpo, quedando, sin dejar de ser Dios, hecho hombre verdadero”.

San Juan, con palabras más sintéticas, nos dice: “Y el Verbo se hizo carne”: El alma de María resuena en armonía celestial en obsequio al Huésped Divino. Son ahora mil labios que besan y un corazón, que de rodillas, ama. Jesús ha encontrado su primer sagrario en la tierra. Unión entrañable de este misterio de Jesús y María.

Dos vidas sincronizadas. Jesús en lo humano se lo debe todo a María. Es hijo de la Virgen. También por este misterio el Verbo queda unido a la humanidad. Los cielos se han inclinado, y la tierra, con los brazos en alto, alcanzó a coger al mismo Dios en su trono, Jesús es nuestro hermano y cabeza del Cuerpo Místico del que todos formamos parte. Somos en Cristo hijos de Dios. El Emmanuel es una realidad. Dios habita entre nosotros.

“Madre, ¡qué dicha la tuya, convertida en Sagrario viviente de Jesús! También es grande la mía cuando le recibo en la Sagrada Comunión y permanece en mí por la gracia. Madre, haz que viva yo siempre consciente de tanta grandeza. Quiero ser el templo limpio y suntuoso donde la Santísima Trinidad encuentre sus delicias. Que el olvido de mí mismo y de mis pequeños intereses me hagan vi­vir atento a esta presencia amorosa de Dios en el centro de mi alma”.

 

MARÍA, AMIGA DE LOS HUMILDES

María coloca al niño, ya fajado con sus pañales, en un pesebre. Este fue el trono de su realeza. El altar de su divinidad y la cuna de su pobreza. El portal brilla con luz celestial y por los aires suenan cánticos de ángeles. María, más que una madre, parece una adoratriz. Entran sonrientes unos pastores de aquellos arrabales a quienes el Ángel comunicó la gran noti­cia. Vienen cargados con presentes: un borreguito, huevos, leche fresca, manteca. María conversa con ellos en amigable coloquio y agradece con aquella finura de su alma los obsequios.

En tus obras de celo busca siem­pre a los más pobres. ¿Ves? Jesús los llama por sus ángeles, porque son más suyos que nadie y María los recibe con una dulzura entrañable. Ellos creen en Jesús, no les cuesta creer. iLo ven tan suyo, tan humano, tan po­bre! Y María parece una de sus zagalas, tan cordial, tan modesta. Todos en un mismo cuadro los pintó siempre la posteridad. Agradecidos, salen de la gruta a buscarles casa. María se lo paga con una deliciosa sonrisa. Se van a Belén, convertidos en los primeros apóstoles de Jesús, contando a todos las maravillas del Portal.

“Madre, encaríñame con tus pobres. Hazme apóstol de su causa. Que los sienta cerca del alma, comprenda sus razones y disculpe sus flaquezas. Que estime en lo que vale todo el encanto de llevar a Cristo a las almas sencillas. Que en mi apostolado sienta pre­dilección por estas almas desheredadas y que llegue hasta envidiar su suerte, si saben unir a su condición la dicha de gozar de tu son­risa. Tráelos también un día a tu altar para que te miren y te canten. Conviértelos en apóstoles de tu Cristo que tan cerca los lleva siempre, para que llenos de su verdad, vayan por fábricas y hogares confesan­do su fe y bendiciendo su nombre”.

MARÍA, LA CONTEMPLATIVA DE NAZARET

La casita de Nazaret era, al mismo tiempo, taller y oratorio. San Lucas, que tan de cerca trató a la Virgen como fuente de información para su Evangelio, nos traza genialmente su semblanza con estas palabras: “María guardaba todas las cosas en su corazón”.

De aquí desprendemos nosotros dos consecuencias: Primera: la Virgen era un espíritu observador. Segun­da: la Virgen era íntima y entrañable. No pasaban desapercibidos para Ma­ría ninguno de los movimientos y gestos del Niño. Su espíritu, sutil como ningún otro, captaba en todo el sentido transcendental de aquellas accio­nes divinas y humanas al mismo tiempo. En Jesús nada era insignificante. Pero además guardaba la Madre el fruto de su observación con el más apreciable esmero en lo más íntimo de su ser, el corazón.

Por eso toda su vida no fue más que un mensaje de amor, para aquel fruto de sus entra­ñas. Las acciones externas de maternidad relativas al cuidado y mimo del Niño: el alimentarle, asearle, dormirle en su regazo; así como la solicitud y cuidado con que rodeaba siempre a la persona de su Hijo, fruto de esa otra preocupación interna de madre, iban en María unidos a una fina atención y a un amor entrañable que hacen de la Virgen una contemplativa ejem­plar.

¿Es algo distinto de la vida anterior? Nada más que un mirar a Dios, adivinándole en todo con fina obsesión y un colgarse afectuosamente de su voluntad para complacerle. Fe que ilumina el entendimiento y caridad que incendia la voluntad. Aquí está el secreto.

“Madre, dame esa fuerza de fe y esa firmeza de amor que me coloquen en el plano de la intimidad más lograda con Jesús. Concédeme la gracia de una oración perseverante y confiada, que sea mi escuela de perfección y la fuente de mis consuelos. Madre, haz que necesite mi alma de la meditación diaria”.