Dª Mª Esperanza Gómez-Lucía Duato fue la ganadora de la II edición del Concurso literario “Abundio García Román”, con el relato “Recuerdos imborrables”.
El premio consistió en un fin de semana para dos personas en nuestro Hotel AGARÓ Chipiona (Cádiz). Aquí puedes leer el relato.
Si prefieres escucharlo, puedes hacerlo en este video en el que la lectura del cuento la hace la propia autora, Esperanza.
Recuerdos imborrables, el relato
Las visitas a mi madre en su Residencia son siempre una incógnita, no sé nunca con lo que me voy a encontrar. Ayer visitamos a la “Bis” mi nieto Marcos y yo. La encontramos en su habitación, atrapada por algún programa del corazón en la televisión. Me alegró ver que parecía reconocerme y que le inspiramos más interés que el programa que estaba mirando. Me preguntó que en qué día estábamos y qué es lo que había hecho durante el fin de semana. Algo que mencioné la conectó con 60 años antes, cuando había conocido a mi padre, una historia que yo ya había oído contar, tanto por él como por ella, al menos veinte veces.
— Era mi primer día en el Gran Cañón del Colorado. Llegué temprano y busqué una plaza en el camping. Era pronto para ir al punto de encuentro con mi amiga Julie y decidí tomar uno de los autobuses amarillos escolares que recorren los bordes del Gran Cañón.
Parecía quedarse dormida, pero solo estaba deleitándose en sus recuerdos.
Tras unos minutos no tuve más paciencia y le pedí que continuara para tener conversación.
— Sí ya te sabes la historia, estabas allí. Tú y yo nos bajamos en la primera parada. Te pedí que me tomaras una foto y tú que te tomara otra. Qué guapo estabas, aunque luego he mirado las fotos y tenías un aspecto bastante garrulo. A lo mejor fue lo que me gustó de ti. Luego sugeriste que continuáramos andando hasta la siguiente parada. Mientras hablamos y hablamos. — ¿Te acuerdas? Era tu último día de vacaciones.
Otra pausa. Otra cascada de recuerdos. Otra explosión de sensaciones.
— Pero, ¿quién eres?
— Soy Andrés, mamá. Me estabas contando cómo conociste a papá.
— Ah, sí. Era mi primer día en el Gran Cañón del Colorado. Acababa de llegar.
—Sí, sí, eso ya me lo has contado. Ibas porque caminasteis desde una parada hasta la siguiente del recorrido del autobús, y sé que desde esa segunda hasta la siguiente, y de ahí a la siguiente y así durante 12 o 15 kilómetros. Pero cuéntaselo tú a Marcos, que no conoce la historia.
— Ay, Marcos, qué guapo era tu padre entonces. Hacía mucho calor, y tu padre me lo ha repetido muchas veces. “Había 45 grados, había 45 grados.” Pero yo no notaba que hiciera. Además, yo compartí el agua que llevaba con él. Hablamos tanto, tanto que no me acuerdo ya de qué, je je. Tampoco me acuerdo de lo que he comido hoy, je je. Pero quítate de ahí, que no me dejas ver.
No sé qué es lo que querría ver. Creía que ya no iba a continuar con la historia, pero a los pocos minutos siguió.
— Cuando llegamos al final del recorrido se desató una tormenta. No puedes imaginarte lo maravilloso que es el Cañón iluminado por los relámpagos. Los colores rojos, naranjas, ocres, blancos de las paredes del Cañón se vuelven más vivos.
Sus ojos centellearon con aquel recuerdo, un regalo de la naturaleza para celebrar el encuentro. Yo había visto fotos de aquella tormenta y sé que mi madre no exageraba. El cielo gris plomizo, con diversos tonos de nubes que parecían sólidas. El río discurriendo 1000 metros más abajo en vertical, como una fina serpiente verdosa. Algunas fotos habían captado relámpagos escapando de las nubes como cuchillos que contribuían a esculpir el cañón, y que brevemente iluminaban el espectáculo que se abría ante los ojos de los presentes y de sus cámaras. Esos colores que mi madre había descrito. Milagrosamente, mis padres no se mojaron. El destino estaba con ellos.
En esto alguien trajo la merienda a mi madre. Ella no lo recibió con agrado.
—¿¡Sopa!? No me gusta la sopa— gritó. —No quiero, no quiero, no quiero. Si todavía fuera zumo me lo tomaría, pero sopa, ni hablar.
Marcos, que estaba algo superado por las circunstancias, intervino con su lengua de trapo de niño de tres años.
— “Biz”, es zumo, no es zopa.
— Ni hablar, aquí todos me quieren engañar. Le ponen color naranja para que parezca zumo, pero es sopa. Y no es como aquella que tomamos tú (dirigiéndose a mí una vez más) y yo en el camping del Gran Cañón.
Aparentemente, después de la tormenta habían ido a cenar a la cafetería del centro de visitantes. Seguro que nada espectacular, pero el recuerdo de mi madre se había idealizado de forma que hasta la sopa más vulgar parecía un manjar delicioso. Se echó a reír.
— Ja, ja, ja. ¿Te acuerdas de que cuando me acompañaste al camping donde estaba mi tienda de campaña, esta había volado? Ja, ja, ja. Menos mal que algún vecino la había visto rodar y la había atrapado. Insististe para que me fuera a tu motel contigo, pero no quise. Nos despedimos intercambiando los números de teléfono. Aproveché el resto de los días de mis vacaciones para visitar otros parques nacionales. Todo era muy bonito, pero yo solo pensaba en ti.
De nuevo, cayó en el mutismo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Su corazón pesaba lo que no está en los escritos.
Yo sabía el final de la historia. A la vuelta, tras las vacaciones, se empezaron a llamar y a los pocos meses, mi padre le pidió en matrimonio. Vivieron felices durante treinta y pico años, hasta que él desgraciadamente falleció. Si mi madre lloraba ahora era porque, si bien en ocasiones me confundiera con mi padre, en su fuero interno sabía que yo no era él.
Aunque sus recuerdos eran como gotas de tinta cayendo en un vaso de agua, que se diluyen e interfieren unas con otras hasta llegar a desaparecer, los detalles de aquellas vacaciones perduraban sólidamente y sin duda fueron las mejores de su vida.
FIN
Una historia en la que el amor vehicula los recuerdos; un relato de cómo dos almas se encuentran en un lugar muy lejos de sus orígenes para dar inicio a una familia.
Conoce el cuento ganador del I Concurso Literario Abundio García Román